Este borrador es una grotesca y sangrienta historia que hace diferentes referencias al anarcoliberalismo junto con la muerte de la moral y la ensaltación ante todo de la libertad.
Se fueron. Ya están aquí, sus padres se marcharon de casa, esos padres que le incordiaban diciéndole lo que estaba bien y lo que estaba mal, diciéndole que no podía cenar pastel de chocolate y que no podía merendar gusanitos.
El chaval, ilusionado, empezó a correr por la casa, contento, rebosante de energía, saltaba en la cama, corría por el sofá y se rebolcaba por el suelo, pintaba las paredes y rompía los cuadros de la encimera.
¿Esto que siento es libertad? ¡Puedo hacer lo que quiera! ¡Soy libre, soy libre! - Exclamaba mientras miraba desde arriba con una sonrisa de oreja a oreja el cadáver de su padre tendido en la alfombra del salón. El padre, seguía vestido con su americana marrón y sus zapatos elegantes de oficina, su cuerpo reposaba boca abajo, cubriendo toda la alfombra que estaba entre el televisor, encendido con las noticias y la mesa de la sala de estar. No tenía heridas ni tampoco mostraba signos de enfermedad. Solo estaba ahí, con media cara pegada en el suelo, con la mirada perdida que tiene un muerto.
La madre, parecía que se hubiera dormido delante de su marido, boca arriba con una mano sobre el pecho y la otra tendida, sobre el pecho de su esposo. Tenía los ojos cerrados. Tampoco parecía que tuviera ninguna clase de trauma ni enfermedad.
Poco a poco, el cuerpo de ambos, se volvía traslúcido, el cambio era casi imperceptible, el niño, seguía observando, curioso, desde arriba, cómo el patrón que le castigaba iba esfumando de la realidad junto con su progenitora, que tantas veces le había gritado, se volvía transparente como el más puro hielo. Finalmente, desaparecieron ambas figuras y la ropa que cubría sus cuerpos, se desinfó.
El niño, pasó de tener la boca abierta a sonreir poco a poco y al final soltó una enorme carcajada y salió afuera, entre saltos de alegría y risas, se apresuró a decírselo a sus amigos del barrio, que alfín era libre. Nada le impedía hacer lo que quisiera. Y estaba decidido a que nadie le dictase nunca lo que tenía o no tenía que hacer.
Se encontró con su mejor amigo en la puerta de su casa, llorando. Y el niño, le preguntó por qué estaba llorando. El amigo, respondió entre llantos e inspiraciones alteradas - mis padres... ¡mis padres han desaparecido! - Nuestro pequeño le consoló, diciéndole, que ahora era libre, que no tenía porqué llorar. Y su bien amado compañero, le respondió - no es por eso, sé que puedo hacer lo que quiera, pero esque me iban a llevar al parque de atracciones a comer nube de caramelo! - tras lo dicho, rompió a llorar. El pequeño, consciente del sufrimiento de su mejor amigo, decidió, que como la nube de caramelo era de un gusto que no le llamara en ese momento, decidió decirle muy amablemente - querido amigo, has jugado conmigo muchas veces, pero, como bien sabes, la nube de caramelo es pegajosa y no es tan dulce como las piruletas ni tan viciosa como el chicle de sandía, pues, como no me interesan tus preocupaciones, iré a otro lugar - y su bien amado mejor amigo, se quedó en el portal de su casa, mientras nuestro chiquillo entraba en la casa, por si encontraba algo de su gusto.
Rebuscando en los cajones de la cocina, tirando por el suelo los cubiertos, los frutos secos, las servilletas, al final encontró unas madalenas y crema de cacao. Rápidamente, abrió el bote de cacao con sus pequeñas manos que eran un poco más grandes que el pequeño tarro. Con fuerza, apretó y tras un forcejeo, logró abrir la tapa. Hundió la mano derecha en la dulce y pegajosa masa de avellana y sacó un buen puñado de crema que se metió entero en la boca. Ahora, mientras degustaba ese maravilloso caviar dulce y azucarado hundió la mano izquierda en el tarro. La crema, se deslizaba desde su boca, pasando por el antebrazo hasta el codo, chorreando a la luz del sol que entraba por la ventana. El niño reía con el dulce en la boca mientras procedía a cambiar de mano para seguir degustando. El suelo se volvió pegajoso, pero al niño no le importaba. Comió, comió y comió, se relamía los dedos, los brazos, cogía cachos del viscoso caviar que había derramado del suelo y se lo metía en la boca. Pues no importaba que estuviese en el suelo porque era libre y ni sus padres ni los otros podían decirle que eso estaba mal.
Tras terminarse el tarro entero, se encaró hacia la salida, donde aún seguía su bien amado amigo, llorando por su desdichado destino. Justo el apocalipsis tenía que ocurrir el día en que iban a llevarle a comer ese manjar. La silueta sombría de su amigo destacaba ante la oscuridad del interior de la casa, se aproximó a su amigo por la espalda, y aún con las manos pringosas, le apartó la cabeza para poder pasar. No necesitó preguntarle, pues ya sabía que los llantos de su amigo le impedirían escuchar su petición de dejarle pasar. Su amigo pareció no darse cuenta siquiera, aunque todo su cuerpo se balanceó hacia un lado. La deliciosa crema chorreaba por el lado izquierdo de su cara, goteando en su hombro. Nuestro travieso chavalín, salió tranquilo, realizado y satisfecho una vez había merendado, no sin antes haberse llevado una herramienta que le daría aún más libertad.
El chiquillo de camino a la plaza, se dio cuenta de que no era el único en la misma situación, pues ropajes de esos molestos adultos estaban en la calle, con niños saltando y pisoteándolas. Era feliz, pues era un gran día para todos los niños, se libraron de sus opresores. Algunos niños y niñas jugaban a ser papás y mamás con los ropajes de sus queridísimos padres, perpetuando sus enseñanzas a su infantil modo, pero no con tristeza, reían, castigaban a los que jugaban a ser los hijos, les pegaban, con los zapatos, con la correa y con las manos. Los niños que jugaban a ser papás y mamás reían y los que jugaban a ser sus pequeños, reían entre ensangrentados labios, pues, todo era un juego. Por mucho que sangraran, nadie podía quitarles su libertad.
Al final, vio a dos niños, que se tomaron tan en serio su juego, que acabaron pegándose, la niña estaba arriba, con el puño levantado, golpeando las hinchadas y sonrojadas mejillas de un niño más pequeño. Pero éste no reía, estaba llorando. Nuestro protagonista entendió al instante porqué. La niña quería robarle su pequeño juego de cartas de unos personajes de dibujos animados, pues le faltaban algunas en su colección. Y estaba ejerciendo su libertad de arrebatarle lo que creía suyo. Lo observó con detenimiento ante una expresión de horror de cómo uno puede quitarle la libertad a otro. Así que enseguida, sin dudar un instante y dispuesto a hacer lo correcto, cogió su santo grial de libertad y lo hundió en la espalda de la niña, pues era libre de ejercer su libertad, aunque eso implicara que otros dejasen de ser libres. El bello cuerpo de la niñita cayó inerte ante el pequeño que lloraba, tras el impacto, la felicidad del infante agredido hizo que descuidara la fuerza con la que estaba cogiendo las cartas y nuestro chiquitín, se las arrebató casi sin darse cuenta. Antes de irse, rebuscó en el bolsillo de la niña y sacó sus cartas. Seguía lleno de ese emancipante manjar de avellana, pero no pasaba nada. Quería las cartas y reclamó lo que quería aunque lo ensuciara y destruyera.
El chico no se comía los mocos, pues sabía aprovechar una buena situación. El pequeñín que estaba siendo agredido por la niña, que ahora estaba debajo del inerte cuerpecito de su linda agresora, se escabulló de entre las telas de su agresora y se situó al lado de nuestro niño y le dijo con timidez - quiero que seas mi hermano mayor, no me importan las cartas, pues lo que más amaría en este mundo, es tener alguien a mi lado que pueda conseguirme más, no reclamaré las que eran mías, pues tu vales más que todas las cartas del mundo.
El chaval, con una risa le respondió - eres pequeño aún, tienes mucho que aprender y no eres muy fuerte. Agradezco que me hayas hecho saber de que aceptas que me quede con tu preciado tesoro, pero has de saber que de nada me sirves, me gusta mucho cómo me tratas y te mantendré a mi lado, no porque seas digno de admiración, sino porque haces que yo lo sea.
Así pues, los dos chavales, siguieron su intrépida aventura por el mundo, dejando atrás el cadáver de la chiquilla, que en la distancia, se asemejaba a una bella muñeca. Tenía un rostro relajado, pues sabía en sus últimos alientos ensangrentados que no había ejercido bien. No fue correcto lo que hizo. Se aprovechó de un niño más pequeño sin cuidar sus espaldas. Si hubiese tenido a otro compañero, la hubiera podido proteger, ya que su víctima era muy fácil para otros niños que quisiesen sus cromos. Por eso, se durmió calmada, pues había jugado mal sus cartas y ahora eran de otro. Era justo. No era digna de tenerlas si no sabía jugarlas.
Tras un rato andando, con una puesta de sol que vaticinaba una noche oscura llena de niños libres en el barrio, el pequeño le dijo a su nuevo hermano mayor estirándole de sus pegajosos pantalones: escucha, si seguimos por aquí, seguro que otros niños vendrán a quitarte las cartas! ¿Porqué no vamos a casa?
El chaval mayor soltó una risita inocente y le respondió con calma: Pequeño, ¿no lo ves? Esta es mi casa, todo lo que rodea esta zona, desde el parque hasta la plaza es mío.
A lo que el más pequeño replicó - Pero, los otros niños, ¡no lo saben! ¿Cómo pretendes que algo sea tuyo sin que los otros consideren que lo es? Nadie respetará el sito en el que duermes, ni a tus amigos, ni tus juguetes si piensan que son suyos en vez de tuyos.
Tenía razón. Ese bebé le había dado una valiosa lección. Si quería ser verdaderamente libre tenía que ser libre sobre los demás niños. No quería que otros sin saberlo, se comiesen su regaliz, jugasen con sus juguetes o ensuciasen sus cartas, así que tenía que convencer a los demás niños que le prestaran sus tesoros.
Un arrollador trueno sonó. Su estómago le produjo un dolor agudo que poco a poco se desvaneció. El que le consideraba su hermano mayor le preguntó si estaba bien, temeroso de que otros niños grandes y fuertes pudiesen arrebatarle a su nuevo hermano.
Sin vacilar, enseguida el mayor se recompuso y dijo alegremente - que va, ya está. Vamos a mi vieja casa a descansar. Mañana les daré a los otros niños la gran noticia, de que yo soy el más libre. Así podré proponer a qué juegos jugar. Nadie romperá mis juguetes, pues tendrán miedo de romper lo que no es suyo. Pero yo podré romper todos los juguetes que quiera, porque si bien no iba a jugar con ellos, da igual, porque son míos.
Se fueron a la casa que era de sus padres y el mayor durmió en su cómoda y caliente cama, decorada con sábanas de estrellas y lunas. Mientras que su nuevo amigo, durmió plácidamente y feliz en la moqueta, con un bonito peluche de un tigre con ojos brillantes como almohada. Si bien era cierto que la cuna de su casa era más cómoda, ahora era más feliz al lado de su nuevo hermano.
Al día siguiente, los dos se levantaron. El mayor de un salto saltó de la cama y se incorporó, sin querer, sobre el chavalín. Perdió el equilibrio y dio un paso enfrente. El pequeño dio un grito agudo y desagradable, casi como si el diablo estuviese tomando posesión de su pequeño cuerpo fruto del dolor. Notó un profundo dolor en el costado: se había roto dos costillas y le replicó a su hermano mayor: Por qué, ¿por qué me has pisoteado hermano? ¿Acaso no ves que te amo y te respeto? No puedes pagármelo pisoteándome.
A lo que el chaval, respondió: Lo siento, no era mi intención pisarte, pero es tu culpa por ponerte en medio. Si bien aprecio tu respeto, eso no significa que te lo deba. Eres tu quien me llama hermano mayor. Tú no eres un hermano pequeño para mí. Pues eso implicaría estar pendiente de protegerte, y en este loco mundo lleno de juegos, los niños se rompen como los juguetes. Y yo, no necesito juguetes rotos, por mucha admiración que puedas darme. Además, si hoy voy a darle a todos esta maravillosa noticia a los demás niños de que jugaremos a lo que yo quiera y todos ellos me admirarán por ello, qué más puedes darme tú que los otros no puedan?
El pequeño, dejó de chillar y se calló inmediatamente. Se levantó, aún dolorido y se marchó.
Al fin. Era el momento. Se puso sobre la fuente de la plaza donde todos jugaban y dijo con un grito: ¡Niños y niñas de la plaza! Os digo que a partir de ahora, yo decidiré a que jugaremos. Ahora que mis papás ya no están, podré decidir a qué jugar donde y cuando quiera, aunque el sol caiga de lo tarde que se haga, aunque un niño se lastime, aunque sea la hora de la siesta. Podemos jugar, para siempre, por siempre.
Los niños, ante tal discurso, sonrieron, vieron que ese niño les había hecho libres. Podrían hacer lo que quisieran. No podían resistir las ganas de reír ante tal idea. Pero de entre ellos surgió una chavala que dijo: Escucha, ¿por qué tenemos que jugar a tus juegos? Yo quiero jugar a los míos. Soy libre ahora que mis padres están muertos de hacer lo que quiera.
El chico, vio a esa niña, le dio asco su interrupción. Todo el ser de esa niña le producía asco.
Cómo puedes decir tal barbaridad? ¿Acaso no te gusta jugar? Mirad todos, esta niña no sabe lo que dice. Dice que es libre de hacer lo que quiera, mirad que engreída y mentirosa es. Lo único que quiere es quedarse la plaza para ella sola y que juguemos a lo que le de a ella la gana.
Un niño gritó y sacó del bolsillo de la niña un juguete. Lo relució y mostró al chaval de la fuente. Era la misma herramienta liberadora que él usó para poder jugar a lo que le diera en gana. Con un gesto, le ordenó que se acercara y tomó ese juguete.
Les dijo a los niños: Escuchad. Esto, esto es muy peligroso, y ella lo ha usado para tomar la libertad de otros. ¿No lo véis? No es mermelada de fresa lo que reluce aquí. Este juguete no es un juguete. Y ninguno de vosotros deberéis usarlo, es peligroso. Esa niña lo ha usado mal y ahora pagará las consecuencias. A partir de ahora, las llevarás tu para siempre en todos los juegos. Serás la araña, la tonta del medio, la que cuenta en el pollito inglés. - Y todos los niños asintieron.
El niño, no era consciente, pero realmente odiaba a esa niña, no sabía porqué, pero algo de ella le resultaba familiar. Pero lo que hacía no estaba bien. Y tenía que quedarse lejos de ser considerada una igual.
Así pues, todos los niños le llevaron los juguetes peligrosos al niño de la fuente.
Un grupo de niños más mayores se acercaron a él y le dijeron: Escucha chaval, nos caes bien, pero aquí no mandas tú, eres un niñato pequeño mandón. Los pequeños no se habrán dado cuenta, pero nosotros queremos jugar a lo que nosotros queramos, no a lo que tú digas.
Casi al instante el niño sacó uno de esos juguetes peligrosos y lo hundió en la cara de uno de los chavales que estaban al lado. Y le dijo en un consejo mientras el otro se retorcía del dolor en el suelo: Dices no querer jugar a mis juegos, pero si no juegas conmigo ni con mis nuevos amigos, te quedarás solo, no hay nadie más con quien jugar. ¿Te irás al pueblo de al lado? ¿Quién te va a llevar? ¿Los cadáveres inertes de tus papás? No lo creo. Vas a jugar conmigo y te daré el permiso para jugar con mis juguetes. Pero yo pongo las normas.
El niño mayor lo miró con recelo, mientras el llanto de su amigo se desvanecía. Aceptó jugar con él. ¿Qué le quedaba? Eran muchos niños y era aburrido solo jugar con los amigos que ahora le quedan. Encima, ahora eran impares, por lo que los juegos de equipo como el fútbol al que solían jugar, ya no eran justos, ¡porque son impares!
El niño de la fuente, ahora, pronunció al resto de niños. Estos chavales grandes querían intimidarme y tuve que usar estos juguetes peligrosos, pero no temáis, si jugamos con mis normas, ninguno seremos abusados por los niños grandes. De hecho, se quedarán aquí, en la fuente, jugando entre ellos, para que no os molesten.
Así pues, celebraron todos el triunfo de la justicia. Ese niño de la fuente era un genio. Era como el resto de niños, pero no tan mayor como los abusones, ni tampoco tan débil como los pequeños. Se sentían entendidos por él.
Así que el niño de la fuente, anunció que todos los niños grandes se acercarían y se quedarían con él en la fuente y que el resto de niños podían jugar a lo que quisieran, siempre que fuera de forma justa y sin saltarse las normas.
De vez en cuando, el niño de la fuente salía a jugar y el resto de los niños intentaban que se lo pasara bien, pues todos querían caerle bien. Jugaba de bulto al toro, fallaban aposta en balón prisionero y se dejaban pillar en el escondite.
Cuando otros niños intentaban arrebatarle su rol, los mayores salían de detrás de la fuente y se iban a pasear para hablarlo. Si no querían escuchar, al parecer les dejaban tan convencidos de que la mejor forma de no jugar con esas normas era no jugar a secas, que no volvían a jugar en ningún equipo, ni tampoco en ninguna competición. Tampoco se les veía descansando o merendando su bocata. Pero al parecer esas conversaciones siempre se cerraban con un delicioso almuerzo de tostadas con mermelada de fresa, ¡siempre volvían manchados los mayores!
El tiempo fue pasando y los niños mayores tenían hambre y se dirigieron al niño de la fuente diciéndole: Hey, tenemos hambre, vamos a zurrarle a unos chavales de por allí para que nos den su comida.
El niño de la fuente, se dio cuenta de lo ocurrido y maldijo un millón de veces. Pues se dio cuenta de que si los abusones les pegaban a los niños mñas pequeños, dejarían de respetarle y admirarle. Él se llevó a los mayores y le veneraban por ello. Y los mayores le toleraban porque era tan fuerte como uno de ellos y si abusaban de él, todos los otros niños se unirían para pegarles. Además, sabía que a los mayores les gustaba que acumulara los juguetes peligrosos, porque así los pequeños no se podían defender... Pero, si los grandes pegaban a los pequeños, ¡todo se iría al traste! Dejarían de respetarle y entoncees tanto pequeños como grandes le pegarían. Pero, si les impedía a los grandes pegar a los pequeños para quedarse su comida, dejarían de estar con él y se marcharían. O peor, no le dejarían jugar más a ser el niño de la fuente.
Reflexionó. Y pensó en una solución. ¡Eureka! Subió a lo alto de la fuente y anunció: Niños y niñas de la plaza. Escuchadme, pues aunque todos estéis jugando y merendando tan a gusto, yo, pobre de mí, me quedo vigilando de que nadie salte las normas de los juegos, entonces, merezco parte de vuestro almuerzo. Pero no os preocupéis. Todo lo que me déis con vuestro bondadoso corazón, lo utilizaré para repartirle una parte a los niños que no sepan hacerse los bocatas y también lo usaré para que los niños grandes se preocupen por vosotros.
Así se hizo, pues los niños estaban muy contentos con esa libertad que les había dado el niño de jugar todo el día y de protegerles de los juguetes peligrosos. Además, los niños grandes estaban bajo su control. Así que no pasaba nada.
Un chiquillo se negó y dijo: ¡No es justo! Yo mismo me he hecho la tortilla, cortado el queso y el pan y montado mi bocata. ¿Por qué tengo que darte una parte? ¡Es mío y solo mío!
El niño de la fuente, asqueado de su egoísmo y personificando la justicia dijo: ¿Acaso no quieres contribuir a que todos jueguen con las normas de los juegos? Acaso, ¿no estoy yo aquí sufriendo por vosotros? Me repugna tu egoísmo, he quitado de enmedio a los abusones, todos juegan gracias a mí y tienes la osadía de negarme la punta dura de tu bocata? Te quedará mucho aún para comer.
El niño se aferró a su bocata y dijo: ¡NO! Y se fue corriendo. Uno de los abusones fue tras él y al final lo convenció para que le diese su bocata y de paso le regaló mermelada de fresa.
Jugaron. Jugaron a esos juegos. Los padres los considerarían macabros, sádicos o violentos. Pero en ese barrio, confinado entre el parque y la plaza, era normal. Era muy divertido. Pero de vez en cuando, la diversión cesaba y tocaba buscar a otros que quisieran jugar, al fin y al cabo, los niños y los amigos son como juguetes: se rompen y cuando eso ocurre te buscas un juguete nuevo, da igual si es porque pierde el color, porque una pieza se quiebra o porque se quedan sin pilas hasta quedarse totalmente parados. Deja de ser divertido jugar con ellos cuando eso pasa y toca buscar un nuevo compañero de juegos.
Estaba en la oficina de su madre, aún tenía su mano cogida, y con la otra el libro que iba a leer mientras estuviesen en el coche. Su madre lo llevaba al trabajo porque papá trabajaba en la obra y mamá podía permitirse llevar al niño a lo oficina. Lo dejaba leyendo sus cosas, en una pequeña silla y le daba de comer cuando era hora de descansar.
Muertos. Todos muertos en el suelo. Un horrible silencio ahogaba el ambiente. Su mamá estaba muerta, lo miraba con los ojos perdidos y poco a poco empezó a desaparecer.
Una lágrima asomó por su mejilla. Libre... Ya no era libre. Sus padres le habían dado todo lo que necesitaba: amor, abrazos, historias antes de dormir, viajes a la montaña, momentos en familia, ricos platos en casa de la abuela... Todos sus sueños, toda su felicidad residía en ese cadáver translúcido que una vez fué su madre.
Dejó de sentir su mano y la ropa del suelo que una vez cubrió su cuerpo se desinfló a la vez que la de todo el ropaje del resto de adultos. El ruido de la tela doblándose y rozando con ella misma retumbó la sala y se apagó tras un eco.
Inspiró hondo, y volvió a casa. Solo. En el camino se encontró a docenas de niños saltando de alegría. ¿Por qué? ¿Acaso no ven que sus padres están muertos? ¿Quienes van a guiarles en sus inexpertas vidas? ¿Quién les dirá lo que está bien y está mal?
Un niño de su misma edad se paró separándose de su grupo de amigos y le preguntó al niño de los libros: ¿Que tienes ahí? ¿Eso es un libro? Los papás de todos ya no están, así que nadie nos llevará a la escuela. No necesitamos eso.
El chaval respondió: Llevo este libro porque es divertido leer.
El otro le miró con una expresión extraña y dijo: Pero, leer no es para que te pongan buenas notas en el cole y luego tus papas te dejen jugar y puedas merendar cosas ricas?
Respondió - Si, si sacas buenas notas en el cole después puede que puedas comer cosas ricas o te dejen comer golosinas, pero, a mí me gusta leer porque lo que leo está más rico que cualquier chuche que me puedan dar. Leo para leer, para mí. No leo para obtener algo ni leo para los demás. Es lo que me hace libre.
El otro niño rompió a reír ante tremenda estupidez: ¿Acaso no ves que no eres libre? Podrías tirar ese libro y venirte a jugar y a comer con nosotros. Muchos quieren ser el capitán del equipo de futbol para elegir a sus jugadores. Si nos esforzamos, podemos llegar a ser lo que queramos! Somos libres de llegar a donde queramos, jugar a lo que queramos, comer lo que queramos!
El niño de los libros serio dijo: No me gusta el futbol. Tampoco quiero comer lo que quiera, porque después la tripa me dolerá y no podré jugar. Tampoco quiero ser el capitán del equipo. Porque entonces no podré leer, tendría que jugar al fútbol siempre y si lo dejo, me quedaré solo igualmente. Prefiero estar a solas con mi libro que en esos juegos.
Tu mismo, pero, si te quedas solo, ¿de dónde sacarás tu almuerzo? Uno no puede jugar solo en este barrio. Para que se pueda jugar se debe jugar con alguien. Y si no juegas con más niños, ¿de dónde sacarás tu almuerzo? ¿Acaso vas a jugar a cocinar toda tu vida?
En eso tenía razón. Era muy difícil hacerlo todo. ¿De dónde iba a sacar el pan, el queso, el tomate o los huevos? Dependía de que otros niños le diesen algo de comida.
Primero me arrebatan mi vida y luego mis pasiones. Tendré que vivir subyugado a este mundo de juegos absurdos...
Así que el niño, obligado a buscar los ingredientes de su almuerzo, tuvo que rebuscar en la basura una careta de payasito feliz y se la puso. Era ridícula, pero es que era incapaz de reír ante esa situación. El libro le lastraba ahora. Así que lo dejó detrás del contenedor y salió.
Primero se jugó el bocata de un niño con las canicas a cambio de sus cromos. Por suerte, pudo ganar. Pero el niño se negó a darle el bocadillo. El resto de niños no lo vieron justo, ya que las normas eran las normas y llamaron a los niños grandes. Apresuradamente, cogieron al chaval de la camisa y le amenazaron. Tenía que darle el bocadillo al niño payaso. A regañadientes, se lo dió. Pero el chico grande cogió el bocata y se quedó con la mitad.
Medio bocata no le bastaba para el resto del día, así que se fue a la plaza, donde habían mucho más niños con los que jugar. Contó chistes a cambio del brócoli que nadie quería. Jugó a juegos de mesa a cambio de los restos mordisqueados. Todos los niños decían que tenia muy buena suerte, pero para él solo era estrategia. Su apariencia de niño payaso le hacía creer al resto que era una víctima fácil.
Observó al niño de la fuente, y vio como estaba rodeado de mayores con un montón de bocadillos, chucherías, crema de avellanas, juguetes y... ¿cuchillos? Cuchillos llenos de sangre.
El corazón le dio un vuelco. Odiaba este juego en el que tenía que encajar. Forzado a jugar bajo las normas absurdas de otros. Pero odiaba que los otros niños intentasen imitar a ese abusón de la fuente. Pues él sabía que no era libre. El resto de niños le veían como el más libre de todos, pero estaba atado. Si salía a jugar demasiado tiempo, alguien podría robarle. Si descuidaba la apariencia, el resto de niños dejarían de quererle y los abusones dejarían de estar a su lado. Y si por el contrario deja de ser un abusón quitándole la comida al resto, los abusones lo degollarían y le robarían la comida al resto.
Aquí no manda el niño de la fuente. Tampoco mandan los niños grandes. Ni tampoco mandan el resto de niños... Mandan sus ideas. Su hambre de dulce, su histeria y concentración en el juego. Es un círculo. Unos dependen de otros por lo que esperan conseguir unos de los otros, ya sea a la fuerza o con juegos.
Así que el niño payaso inspiró y se aferró la máscara. Tenía que sonreir. Sonreír para los demás, parecer un imbécil para que pudiese comer. Y jugó. Jugó. Jugó más aún. Terminó siendo respetado en el tres en raya, en las damas, en el quien es quien... Muchos se acercaron para aprender de él con las ansias de poder ganarse los bocatas o los cromos de los demás como él.
Se sentía bien. Amigos, comida, cromos dorados, juguetes nuevos. Estaba ganando al juego. Era divertido ganar. El niño payaso se volvió respetado, su historia impactaba: Como podía un payaso ser bueno en algo? El niño rió. Rió mucho hasta que algo dentro de él se retorció.
Enseguida se apenó y reflexionó. Después decidió irse al parque. La punta contraria del barrio, con toda su coida, cromos y juguetes. Sus aprendices le ayudaron a llevarlo todo.
Y allí, dejó de jugar. Se quitó la máscara y recogió su libro.
Y encima del tobogán anunció: No creo en los juegos del niño de la fuente. ¿No os dais cuenta? Él no os da permiso para jugar a nada, vosotros ya podíais hacerlo desde el inicio. Pero, ¿por qué queréis jugar en primer lugar? Está bien jugar de vez en cuando, está bien comer golosinas de vez en cuando, pero, ¿no os dais cuenta que no aprendéis? Os matáis unos a otros. ¿Todo por unos cromos y algo de comida? Este barrio no está bien así. ¿No sería mejor parar, cuidarnos entre nosotros, amarnos y cuidarnos? Compartir con quien le haga falta el almuerzo, no porque nos obligue el niño de la fuente, sino porque es nuestro deber como niños buenos. ¿No sería mejor comer bien para que luego no nos duela la tripa? ¿No sería mejor leer por el gusto de aprender en vez de para que nuestros padres nos den un premio?
Los niños de abajo que le escucharon, se les abrieron los ojos y preguntaron:
Pero, si nos gustan las chuches y jugar para ganar cromos y juguetes, qué deberíamos hacer?
Podéis hacer lo que queráis, sois libres, pero ¿no véis que esto es una locura? Estáis en un exceso.
Los niños y niñas se miraron unos a otros y uno dijo: Pero a mi me gusta la nocilla. Otro levantó el brazo y dijo: a mi me gustaría llegar a tener más cromos especiales que mis amigos. Otro levantó la voz y dijo: Yo quiero ser como el niño de la fuente. Tiene comida, muchos amigos y puede hacer lo que quiera con sus cromos.
El niño de los libros inspiró hondo y dijo: ¿No véis que no es lo que queréis realmente? Es lo que creéis que queréis, es un deseo desenfrenado que no os sacia y cuando lo hace, vomitáis de tanto azúcar que habéis comido. ¿No os dais cuenta?
Una niña dijo: Oh... entonces, ¿por qué no hacemos chuches que no duelan al comerlas? ¿Y si hacemos juegos pero donde nadie pierda? ¿Y si hacemos un barrio donde todos seamos como el niño de la fuente?
Entre varias voces dijeron: ¡Ostras, qué buena idea! - Yo odio perder, eso estaría genial. - ¡Sí! Vamos a hacer eso! - Entre todos empujaron a la niña encima del tobogán, y entre gritos, "¡Nooo, nooo, esperad, no entendéis! el niño de los libros cayó en el suelo. La arena del parque le ensució toda la ropa. Sus amigos ya no estaban con él. Ahora estaba roto, porque se le había caído la máscara de payasito, pero él sabe, que realmente siempre ha sido así. Eso le llevó a plantearse: ¿Realmente estaré roto?
El niño de los libros, no pudo recoger mucha de su comida ni sus cromos. Buscó su máscara de payasito y volvió a jugar. Lo volvieron a respetar y esta vez, no se atrevió a quitarse la máscara. Solo en algunos momentos, a escondidas leía sus libros. Aguardando el día, en el que los otros niños aprendieran a leer.
Este relato, donde hablo de lo infantil y lo violento, obviamente es una metáfora del mundo. Donde los padres, que representan la moral, la inteligencia, incluso se podría interpretar que dios o la moral cristiana han muerto.
El niño de la fuente cree que ser libre es hacer lo que te dé la gana, comiéndose la libertad del resto y aún así, jamás será libre porque es esclavo de su avaricia. Ha logrado lo que todos querían. Pero aún así, es el más esclavo de todos rodeado de abundancia, por lo que el resto de niños le envidian y admiran. Quieren ser como él. Por eso juegan (trabajan) para ganar todos los cromos y juguetes que puedan (dinero). Cuando el juego, nunca ha sido ese. El juego maestro ha sido poseer a los niños que quieren poseer. Así, logra jugar a ser el que crea los juegos.
Los otros niños no se diferencian de los juguetes. Sirven para satisfacerle a él.
El niño de los libros, es la figura de la persona que entiende el juego. Al ver las normas tan absurdas, se sorprende que nadie se de cuenta. Se sorprende cómo de enserio los otros niños se tomen tan enserio algo que debería hacerse por diversión. Llama a las cosas por su nombre: Cuchillos, sangre,... mientras que el resto entiende que es parte del juego. Todos están demasiado ocupados siendo esclavos de sus aspiraciones impuestas unos por otros.
Dado que todos juegan a los juegos del niño de la fuente, no puede respaldarse en nadie para comer. La tristeza de la situación le obliga a ponerse una máscara que siempre rie y le hace parecer estúpido. Tras ganar el juego de los juegos, decide dejar de jugar y enseñarle la verdad al resto. Y casi como le pasó a Cristo, tras dar un mensaje de paz y amor fuera de la comprensión del resto, lo tiran abajo y ponen a la niña que da promesas imposibles.
La niña representaría las revoluciones de ultraderecha y ultraizquierda, que no tienen ningún sentido, que dicen cosas imposibles de cumplir.
El niño al final decide jugar para vivir, porque no puede vivir aislado. El mundo funciona así y debe adaptarse a él. Y cuando puede, deja de ser su máscara y lee: Algo que nadie entiende porqué se hace.
El niño no leía por sacar buenas notas y los padres le diesen lo que quisiera. Leía porque le gustaba. Esto nadie lo entiende, pues, leer (estudiar una carrera) es una forma de ganar golosinas (dinero), no para aprender en sí, lo cual es inútil.
Pero este niño, cuando encuentre a otros como él, podrá crear un círculo en el que ser él mismo. Pero de cara al público, para vivir, tendrá que ponerse la máscara.